A
diferencia de lo que ocurría en las villas, donde el alcalde era un oficial
elegido anualmente
entre
los miembros de la comunidad, en el Valle de Gordejuela su nombramiento
correspondía
al Señor. El Fuero prescribía que todas las autoridades judiciales de Vizcaya
eran
de nombramiento real10. Como consecuencia de este sistema de designación, la
merced
de
la vara de alcalde recayó durante el siglo XVI y buena parte del XVII en
personajes
naturales
u originarios del Valle que ejercían cargos en la Corte o tenían en ella
influencia11.
El
fenómeno general de venta y enajenación de oficios públicos incidió en esta
situación.
Como
en tantos otros casos, el Monarca vió en la venta del cargo de alcaldía una
fuente de
ingresos
para la hacienda real. Así, la familia la Quadra obtuvo la vara de alcalde “por varias
vidas”
desde 1584, para venderla en 1637
a Don Domingo de Narritu. Pero parece que en
1638
Antolín de Salazar mejoró su oferta al Rey, quien le concedió el oficio
“perpetuo por
juro
de heredad para si, sus herederos y subcesores (...) por averme servido con
seiscientos
y cinquenta ducados.“12
Tratemos
de recapitular. El Valle de Gordejuela era durante el siglo XVIII una entidad
dotada de amplias capacidades de
autogobierno. Ante la debilidad estatal y la incapacidad
de
los poderes provinciales para intervenir más activamente, la autorregulación
comunitaria
se
configuró como un elemento esencial en el marco político local. En este ámbito
de autonomía
concejil,
carente de organizaciones específicas de coacción, la expresión de la opinión
comunal
se institucionalizaba a través de los concejos abiertos, en los que podía
participar
la generalidad de los vecinos, es decir, los cabezas de familia de las casas
que
componían
el Valle.
Sin
embargo, el reparto del poder se ajustaba de forma precisa a la jerarquía
social
comunitaria.
Las casas preeminentes, los mayorazgos, controlaban los principales oficios
públicos.
Fundamentaban su hegemonía en su supremacía económica y en su prestigio y
honor,
expresados ante la comunidad mediante una multitud de símbolos.
Sin
duda, el panorama del poder local que hemos dibujado resulta paradójico. Un
cuadro
en
el que se afirma con nitidez un sólido grupo dominante, pero que convive con
formas
diversas
de resistencia comunitaria. Un mundo en el que el control del Regimiento por
los
notables
coexiste con la participación popular en los concejos abiertos. Un escenario en
el
que
se representa el teatro de la hegemonía de los poderosos que ocasionalmente es
combatido
tanto
desde las asambleas vecinales como desde la no participación en ellas o
desde
prácticas que son criminalizadas por el poder. Y es que el mundo del poder
local
refleja
la complejidad de las relaciones sociales comunitarias. Las visiones
excesivamente
lineales
que presentan un dominio absoluto y totalizador de los notables se desvanecen.
Aparece,
por el contrario, la influencia recíproca que existe entre los poderosos y las
clases
populares,
y los límites al poder de los notables. Un poder que no puede ser ejercido
absolutamente
al
margen de la comunidad.
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